viernes, 4 de septiembre de 2009

Ciencias Sociales

El Comercio 4 de setiembre del 2009

Bases colombianas y el futuro del hemisferio
Por: Mauricio Cárdenas / Kevin Casas*

La reciente polémica sobre el uso de las bases militares colombianas por las Fuerzas Armadas de Estados Unidos plantea temas cruciales sobre el futuro de las relaciones hemisféricas. Bajo los términos acordados, Estados Unidos tendrá acceso a siete instalaciones militares colombianas con el fin de llevar a cabo operaciones contra el tráfico de drogas y la insurgencia. Esto le permitiría a Estados Unidos retener una presencia en suelo sudamericano tras el cierre de su base militar en Manta, Ecuador.

Como era de esperarse, el anuncio del acuerdo concitó la ira del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, quien ha hablado del rompimiento definitivo de las relaciones con Colombia. En forma más sorprendente, sin embargo, fue recibido con franca incomodidad por otros gobiernos sudamericanos, particularmente el de Brasil. El presidente Lula mencionó enfáticamente el tema en su conversación de hace algunos días con el presidente Obama. Entretanto, el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, se sintió obligado a recorrer las capitales sudamericanas para tranquilizar los ánimos, un gesto diplomático más bien inusual y con resultados inciertos.

Este episodio arroja lecciones que no pueden pasar inadvertidas en Washington. La lucha contra el narcotráfico es el principal argumento invocado por Colombia y Estados Unidos para justificar el acuerdo. Pero como la situación de México y algunos países centroamericanos lo demuestra, el tráfico de drogas no es simplemente un asunto bilateral. Los países de América Latina tienen ansiedades más que razonables sobre las ominosas consecuencias para la región de la guerra contra las drogas librada por Estados Unidos. Numerosas voces, incluidas las de la Comisión sobre las Américas, convocada por Brookings Institution, y la de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, han advertido con elocuencia la necesidad de modificar la actual estrategia, fuertemente dirigida hacia la erradicación de cultivos ilícitos.

Si Estados Unidos quieren tener capacidades operativas en América Latina para llevar adelante sus esfuerzos antidrogas, cuando menos deben convocar a un verdadero diálogo entre todos los países involucrados en el negocio: productores, consumidores y de tránsito. Es urgente tener una conversación hemisférica seria sobre las mejores formas de enfrentar un problema cuya solución no está únicamente en las selvas colombianas, sino también en las calles de Washington, Los Ángeles y Chicago.

Una segunda lección tiene que ver con asuntos de forma tanto como de fondo. El acuerdo no parece haber sido precedido por las gestiones diplomáticas que hubiesen podido evitar la reacción glacial de algunos de los más confiables aliados de Estados Unidos en la región, como Chile y Brasil. Da toda la impresión de que fueron tomados por sorpresa.

Si Estados Unidos quiere desarrollar una relación respetuosa con América Latina, como lo anunció el presidente Obama en la Cumbre de las Américas, su diplomacia tiene que ser bastante más cuidadosa que esto. Debe mostrar, en particular, empatía hacia las sensibilidades de un poder emergente como Brasil, que se concibe a sí mismo desempeñando un papel central en la seguridad de Sudamérica.

Con todo, Brasil debe comprender que el precio del poder es la responsabilidad. Si sus intereses de seguridad van a ser tomados con seriedad, no solo por Estados Unidos sino también por sus vecinos sudamericanos, Brasil debe aumentar significativamente su cooperación en temas de seguridad con el resto de la región y apoyar la legítima lucha del Gobierno de Colombia contra las FARC, una organización terrorista. Bajo el liderazgo de Brasil, la emergente Unasur debería condenar inequívocamente a las FARC, así como a los gobiernos que les ofrecen refugio y apoyo. Si Brasil desea de verdad convertirse en el líder regional, debe empezar a actuar en forma mucho más decidida a como lo ha hecho hasta el momento.

De la misma manera, el resto de la región debe comprender que no puede exigir dos imperativos contradictorios. Puede considerar la lucha contra las FARC como un problema exclusivamente colombiano en cuya solución la región no está dispuesta a colaborar. En este caso el Gobierno Colombiano tiene el legítimo derecho de formar cualesquiera alianzas de seguridad que considere apropiadas. Alternativamente, puede considerarlo como un problema internacional, cuya solución demanda cooperación y apoyo político y militar de parte de toda la región. En este caso, y solo en este, tiene derecho a pedir ser informada y consultada por Colombia al tomar algunas decisiones de seguridad. Dada la evidencia de que los problemas de seguridad ocasionados por las FARC alcanzan incluso a los países de Centroamérica, para no hablar de Venezuela y Ecuador, pareciera bastante claro que el Gobierno Colombiano tiene el derecho de esperar un robusto apoyo internacional en su lucha.

Para que una nueva relación entre Estados Unidos y América Latina levante vuelo, sobre todo en temas de seguridad, se requieren ajustes significativos en las actitudes de ambas partes. La falta de sensibilidad, la hipocresía y la propensión a exigir sin dar nada a cambio, que han mostrado algunos de los actores centrales en la actual disputa sobre las bases colombianas, no ofrecen señales positivas para el futuro.

(*) Director y senior fellow de la Iniciativa para América Latina de Brookings Institution en Washington D.C.

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