
PUNTO DE VISTA
Economía de la corrupción
Desde hace varias generaciones la idiosincrasia nacional (si tal cosa existe) enfoca la corrupción —definida en estas líneas como el robo, la exigencia de una coima o el abuso patrimonial desde la cosa pública— en términos discretamente contradictorios o esquizoides.
Por un lado, el elector peruano común y corriente (me refiero aquí a ese peruano promedio que mayoritariamente paga poco o no paga impuestos, que coimea, compra pirata y no respeta muchas leyes) afirma tajante que la corrupción le parece no solo horrenda, sino también la causa de todos los males. De hecho uno de los mitos más populares de nuestro país repite que seríamos pobres básicamente porque en el Estado Peruano hay mucha corrupción. Por otro, y al mismo tiempo desafortunadamente, ese mismo elector —a la hora de votar, por ejem-plo— cambia.
Allí la corrupción le parece un poquitín más tolerable. ¿Cuándo? Bueno, cuando el que roba es su conocido, pariente o comparte partido o ideología con él. O cuando este fulanito roba pero “deja obra”. Todo esto sin dejar de reconocer al corrupto preferido nacionalmente: aquel que abusa o roba a otros (al más puro estilo de las populares y grotescas nacionalizaciones de los años setenta y ochenta). De hecho, hasta el dictador Velasco Alvarado tiene defensores.
Establecido esto, recordemos a Gary Becker. Este brillante premio Nobel de Economía deja de lado las poses inquisidoras —tan propias de los ayayeros y los izquierdistas latinoamericanos— y nos recuerda que no es una buena idea creer que las motivaciones de los criminales o funcionarios corruptos resultan tan diferentes a las de los demás. Parafraseando, podríamos inferir que la cantidad de corrupción estatal es determinada no solo por la racionalidad y las preferencias de los futuros corruptos, sino también por el entorno creado por la cosa pública (arbitrariedad, frondosidad legal, debilidad institucional, etc.), incluidos los gastos en contralorías, SNIP o policías, las penas efectivas y las oportunidades de empleo, educación y programas de formación.
Aquí —nótese— una educación celosa juega un rol crucial. La corrupción crece desde el inicio. Cuando un profesor exige menos, cuando se tolera el plagio, cuando se dan bachilleratos o colegiaturas profesionales automáticamente (sin tesis o sin haber pasado siquiera un examen de barra o exigencia profesional transparente).
Después de todo, preguntémonos: ¿Por qué el buen “Bieto” tenía tanta demanda? ¿Por qué lo prefería el Banco de la Nación? ¿Acaso era tan buen abogado?
(*) Director de la Escuela de Economía de la Universidad de San Martín de Porres
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