miércoles, 6 de abril de 2011

Ciencias Sociales






PROMESAS, PARTICIPACIÓN Y DEMOCRACIA

La maldición de Toynbee
Por: Juan F Monroy Abogado
Miércoles 6 de Abril del 2011


“Fumigaremos el Congreso”. “¿Quién peleará para que te atiendan rápido?”. “Dos millones y medio de empleos”. Parece que no tenemos razón para quejarnos. Unos candidatos aspiran a suicidarse; otro a ser guachimán de colas en las oficinas estatales y hay hasta un ‘genio’ que, con tal cantidad de puestos de trabajo, ofrece resolver todos nuestros problemas en lo que queda del siglo. ¿Estrategia o estupidez?

Es lo primero. En las elecciones se adelgazan las expresiones de la política como cultura, convirtiéndola en una casquivana dama de imágenes y frases que solo pretende impactar y persuadir. Y a pesar de saberlo, pedimos con ingenuidad estremecedora que los candidatos mejoren la calidad de sus intervenciones. Eso no va a ocurrir, porque muy pocos tienen algo lúcido que proponer, porque aun a esos pocos sus asesores de imagen les aconsejan que no lo hagan porque la verdad los hará perdedores –aunque la Biblia diga que los hará libres–, pero sobre todo, porque casi nadie los va a entender. Esto último –lo más importante– traslada a los electores la responsabilidad de lo que ocurra en los comicios.

Vamos a elegir a 130 congresistas cuya función principal será aprobar leyes. Una ley justa es producto de tres factores: uno es la democracia participativa (que se oiga la voz de todos para aprobarla); otro es la democracia deliberativa (que sea sometida a una argumentación surgida de criterios de imparcialidad). Estos son factores conectados, porque si solo hubiera participación, por ejemplo, la mayoría podría imponer su libertad despótica. Sin embargo, aun si ambos estuvieran presentes, faltaría el tercer factor, el más importante, uno que en sede nacional todavía debe ser construido si queremos una sociedad a la altura de nuestras promesas. Se trata de la virtud ciudadana, la cual consiste en el compromiso ético del ciudadano con su comunidad, en la necesidad de pensar y sentirnos protagonistas de los proyectos colectivos que convertirán en realidad nuestros mejores sueños.

Estos tres factores constituyen la esencia del republicanismo, de la más importante tradición de las sociedades occidentales, extraviadas en un racionalismo que cultivó el individualismo y consintió en que la representación sea la máscara del compromiso colectivo. La democracia representativa –que toma en cuenta los dos primeros factores y disfraza el tercero– es la manifestación tradicional del liberalismo político, el cual privilegia la búsqueda de la libertad individual con desmedro de la justicia y, sobre todo, de la igualdad como manifestaciones comunitarias.

Que a un candidato no le interese tener algo importante que decir o que no estemos dispuestos como electores a exigírselo y, sobre todo, a asumir una participación activa que vaya mucho más allá del día de la votación, es consecuencia de la ausencia de nuestra vocación cívica. Esta indiferencia será la que determine que, en unas semanas y en la más arraigada tradición liberal, elijamos a presuntos profesionales de la política para que decidan por nosotros, para que despilfarren nuestras ilusiones.

Toynbee presagia: “El mayor castigo para las personas que no se interesan por la política es que van a ser gobernadas por quienes sí se interesan”. Solo nos libraremos de esta maldición si somos capaces de asumir una militancia política permanente en nuestra práctica ciudadana, sea en nuestro barrio, centro de trabajo, gremio profesional, grupo de estudios o en el lugar donde una acción colectiva nos permita propiciar un control o mejor uso de la cosa pública.

Este es el republicanismo perdido en los entusiasmos generados por la Revolución Francesa. Una revolución burguesa justificadora de gobiernos que, durante los dos siglos siguientes, se ha adueñado de palabras claves (libertad, igualdad, justicia, democracia) llenándolas de formalidades vacuas.

No hay comentarios: