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La República, 10 agosto 2019
Lurgio Gavilán: “Ya no soy guerrillero, ya no soy del ejército, ya no soy monje, pero admiro todas las vidas que he vivido”
El antropólogo Lurgio Gavilán ha publicado Carta al teniente Shogún (Debate. 2019), un ejercicio de reflexión y memoria que, en clave epistolar, reconstruye su paso por Sendero Luminoso y agradece al militar que lo rescató del abismo, lo asimiló al ejército y le dio una segunda oportunidad. Domingo conversó con él esta semana.

Publicación.
El último libro de Lurgio Gavilán, Carta al teniente Shogún, fue
presentado en la FIL. En la foto, el antropólogo posa en un patio de la
Universidad de Huamanga. (Foto: Elías Navarro)
Un
grupo de soldados rodea a un joven senderista. Llevan fusiles y
granadas; chompas negras; gorros de lana; y tirantes unidos a correas,
de las que cuelgan cartucheras y cantimploras. El subversivo tiene la
ropa hecha harapos, llena de agujeros por las balas que ha esquivado y
está recostado sobre una roca. Todo debe terminar en ese instante. Pero
nadie dispara. Un oficial ha ordenado que cese el fuego. Es una mañana
fría de marzo de 1985. En las alturas del cerro Razuhuilca, provincia de
La Mar, una columna de Sendero Luminoso que se refugiaba en una cueva
ha sido aniquilada. Los ronderos que acompañan a los militares insisten
en que maten al muchacho, al único sobreviviente del grupo subversivo.
“Wañuychiychik chay terrucuta” (Maten a ese terruco), gritan en quechua.
Él no responde. Quiere repetir todas las consignas que le han enseñado,
citar a Gonzalo, Marx o Lenin, pero solo atina a decir el nombre que le
asignó Sendero Luminoso:
“Me llamo Carlos”. El hombre que le ha salvado la vida tampoco le dirá
su verdadero nombre. Durante los cinco meses que lo criará en la base
militar de San Miguel solo dejará que lo llame por su apelativo: Shogún,
como la miniserie japonesa-estadounidense que Panamericana Televisión
estrenó en 1981. Luego, el mismo muchacho se enrolará como soldado,
siempre bajo la supervisión de Shogún. Será parte de Los Cabitos y
conocerá a otros jóvenes sobrevivientes de la guerra contraterrorista,
con los que participará en incursiones y patrullas. Años después será
fraile franciscano, antropólogo, catedrático. Lurgio Gavilán, el
verdadero nombre del muchacho que fue tomado como prisionero en
Razuhuilca, se dedicará a tratar de entender por qué ocurrió la guerra
que enfrentó a peruanos contra peruanos. En 2012 escribirá un primer
libro de memorias. Y otro más, Carta al teniente Shogún (Debate.
2019), mucho más íntimo, en el que dialoga con el padre que conoció en
el bando enemigo. El mismo oficial, hoy ausente, del que habla en esta
entrevista.
Lurgio, ¿quién es el teniente Shogún?
Es
el jefe de una patrulla militar que operaba en la década de los
ochenta. Él fue el teniente que me capturó cuando yo pertenecía a
Sendero Luminoso, en las alturas de Ayacucho. Él es el teniente Shogún.
No sé si logramos entendernos.
Ese
día, el día que la patrulla del teniente Shogún interceptó a la columna
de Sendero Luminoso que integrabas, ¿tú, Lurgio, estabas dispuesto a
morir?
Sí. Nos habían enseñado eso. Pero yo
esperaba la muerte porque había mucho sufrimiento, mucha hambre. Había
un ritual que hacíamos todos los días, todas las tardes: Uno podía morir
al rato y hacíamos una despedida. La mayoría esperaba la muerte, con la
muerte uno podía estar más tranquilo.
¿Esperaban la muerte para descansar de los horrores de la guerra o para convertirse en mártires de Sendero?
No. En teoría decían que íbamos a hacer historia, que íbamos a ser mártires, pero la verdad es que no soportábamos tantas cosas.
En
tu libro dices que otros jefes militares imitaron a Shogún y que luego
de lo que él hizo contigo dejaron vivir a otros niños senderistas y los
asimilaron al ejército. ¿Ese es el valor real del gesto de Shogún?
Sí, por supuesto. En mi primer libro (Memorias de un soldado desconocido.
IEP. 2012) está narrado lo que vivieron otros niños senderistas en el
cuartel. Lo de Shogún fue un gesto de humanidad, eran tiempos muy
difíciles, se mataba niños.
Cuando
recuerdas tu paso por Sendero, lanzas una pregunta: “No sé si éramos
terroristas infames o luchadores sociales. ¿Qué cosa éramos?”. ¿Ya
tienes una respuesta para esa interrogante?
No la
tengo. Me pregunto estas cosas. Muchos dicen “estos monstruos
sanguinarios”. Me pregunto por qué estábamos allí. Es muy complejo. Se
me hace difícil dar una respuesta. Hay muchas zonas grises, pero hay
gente que dice que solo hay blanco y negro, o eres perpetrador o eres
víctima. Pero este conflicto armado fue distinto.
¿Qué fue lo más atroz que viste en Sendero?
Morirse de hambre. Vi a muchos senderistas morir de hambre.
Comían raíces.
Raíces, tierra, perros, caballos.
¿Perros?
Lo que había. Lo que se podía cazar.
Tú
dices: “(Abimael) Guzmán era un monstruo, asesinábamos a nuestros
propios compañeros”. Eso debió ser muy fuerte para un jovencito.
Sí,
fue muy fuerte. Pero la vida normalizó todo esto. Eso era cotidiano,
parte de la guerra. Si lo ves desde la ciudad, es atroz. Pero era muy
normal eso, ver morir a tus compañeros, sangrando por las esquirlas. O
que atacaras a las comunidades. Había que participar.
¿Quién fue Rosaura, Lurgio?
Cuando
llegué a Sendero Luminoso, buscando a mi hermano, ella estaba allí. Fue
la primera mujer joven que conocí. Hubo muchas veces que hicimos
vigilancia. Hicimos una buena amistad. Siempre me animaba a estar allí,
conversábamos, pasamos mucho sufrimiento, mucha hambre, y un día la
mataron. Yo vivo con una culpa. Habíamos dicho que íbamos a morir
juntos, o escaparnos, pero yo no cumplí mi palabra. Escapé para vivir.
Me arrepiento de no haber muerto junto a ella. Me arrepiento de no
buscar a mi hermano muerto. Eran tiempos de guerra, pero pienso que eso
no es excusa.
Pero eras un niño. Qué culpa podías tener.
Éramos jovencitos. Yo tenía 13 o 14. Rosaura tenía 16. Éramos jóvenes pero nos sentíamos adultos.
¿Viste como cabito, ya en el ejército, algunas situaciones similares a las que viviste en Sendero?
Eran similares. Empezando por la disciplina, la pobreza, la obediencia muy vertical.
Eso es algo que no se dice. El ejército que representaba al Estado también era muy pobre.
Se
vivía totalmente en pobreza. La ropa estaba agujereada. No había
zapatos. Los soldados robaban a las comunidades. O les preparaban comida
cuando llegaban a las comunidades.
¿Viste muchos abusos de los soldados contra las comunidades? ¿Viste crímenes sin motivo real?
Es
que para identificar era difícil. Sendero Luminoso no decía “estoy
aquí”. Estaba en todas partes. También había mucha gente que había
venido de la costa a la fuerza, los habían llevado al cuartel Los
Cabitos. Escuchaba “por culpa de estas comunidades, por culpa de Sendero
estoy aquí”. Y tenían razón. Eran jovencitos, de 16 o 18 años, buscando
a Sendero con el fusil.
¿La gratitud que sientes por Shogún no te ha llevado a idealizarlo? ¿No pudo ser él un violador de derechos humanos?
Eso
es algo que aparece en el libro. La gratitud es lo que más resalta pero
también aparecen otras cosas. Acá nada es blanco y negro. Tienes un
ejército que es perpetrador pero al mismo tiempo tiene esta otra cara
que es lo humano. Shogún fue un gran hombre, pero también estaba
entrenado para matar al enemigo. Tampoco reniego con el ejército, allí
encontré casa, familia, educación.
Cuentas que Shogún,
cuando ya no estaba en la base, una Navidad, te envió de regalo una
mochila verde y unos zapatos de cuero, ¿dirías que son los mejores
regalos de Navidad que te han hecho?
Sí. Quizá. Duraron una eternidad. En Sendero Luminoso tuve unos zapatos de jebe…
Los “sietevidas”…
Sí.
Se rompían y se parchaban. Y los seguí usando en el cuartel porque no
había zapatos. Shogún buscaba pero no había. Algunos eran grandes, talla
40, pero no me quedaban. Yo era 34. Siempre estuve con los mismos
zapatos hasta que estas cosas llegaron una Navidad. Era un paquete que
decía “Para Carlitos”. Sus compañeros me decían: “Shogún te ha mandado”.
Siempre pensaba que él llegaría para la próxima Navidad, pero nunca
volví a verlo.
¿No sabes el nombre de Shogún?
No, todos usaban seudónimos.
Carlos
Iván Degregori te recomendó buscar a Los Cabitos, los chicos que fueron
soldados junto a ti, ¿tuviste éxito? ¿Los encontraste?
Sí los encontré. Eso está narrado en la segunda edición de mi primer libro, todo lo que vivieron está narrado allí.
¿Y ellos recuerdan a Shogún de la misma manera que tú?
No lo recuerdan. Recuerdan a otros militares que los salvaron. Shogún vivió solo 5 meses conmigo.
¿Y ellos, los otros cabitos, han leído tus libros?
Sí,
leyeron uno. Nos hemos encontrado por la publicación de “Memoria de un
soldado”. A veces hablamos, nos tomamos un café, para recordar la vida. A
pesar de todas esas cosas, nos hemos superado, nos hemos levantado.
Seguramente tenemos algún problema con nuestras memorias, estas cosas
viajan a veces como un río subterráneo, para hacernos daño. A veces
lloramos, caminamos en silencio. Algunos no pudieron estudiar. Yo
estudié gracias a Shogún y a otros militares que me dieron
oportunidades.
¿Por qué te convertiste en fraile franciscano?
(Se
ríe) Habían unas monjas muy especiales, extraordinarias, misioneras de
Jesús Verbo y Víctima. Ellas nos acompañaban en las patrullas, nos
hablaban de Dios. Llevaban ropas, ostias, a los pueblos devastados por
la violencia. Ellas me hablaban de Dios y me gustó. Creo que siempre
estuve buscando algo de justicia social entre todo esto que pasaba.
Ellas hablaban de eso, de amor al prójimo, en medio de los maltratos a
las comunidades campesinas. Ellas me animaron a estudiar. Ya era otro
tiempo. El tiempo del conflicto ya no era muy intenso. Ya habían
capturado a Abimael Guzmán. Por eso me animé y dejé el ejército.
¿Y eres católico ahora mismo?
No.
Ahora no soy nada. Ya no soy guerrillero, no soy del ejército, no soy
monje, pero admiro todas las vidas que he vivido. Vivo agradecido
también. Aprendí muchas cosas en las vidas que me tocaron.
En
el noviciado sacaste algunas conclusiones sobre el concepto de Dios. En
tu primer libro dices: “No había ni Adán ni Eva, ni diluvio, ni
Abraham. Esos personajes solo eran ropajes literarios para explicar
cosas más importantes (…) Por, último, ni dios existía como persona;
pues decía el padre que si existiese no tendría sentido ser Dios. Dios
estaba en el tiempo y el espacio. Dios era el bien y el mal. Dios era
nuestro prójimo”. ¿Sigues creyendo eso?
Eso es lo que
me enseñaron muy bien. Dios es prójimo. Dios no está en el cielo o en
otra parte. Creo en eso. No hay un cielo, un limbo, no hay un infierno.
Son como personajes, no existen. Pero sí existe nuestro prójimo. Y hay
necesidad de vivir en grupo. Sin el otro es imposible vivir. Somos
personas gregarias.
Conociste a dos cardenales, Juan Landázuri Ricketts y Juan Luis Cipriani, ¿qué recuerdas de ellos?
Recuerdo
que en sus cumpleaños Juan Landázuri venía al convento de Los
Descalzos, en Lima, allí vivía yo. A veces venía también a hablarnos.
Hablaba de los franciscanos, nos animaba mucho. Celebrábamos muy bien
los cumpleaños, con buena comida, con vino. Luego murió el viejo
Landázuri, cantamos en su funeral, lloramos mucho. También recuerdo al
otro, a Cipriani. Cuando quería iniciar mi carrera de fraile, las monjas
me llevaron con él (Cipriani fue obispo auxiliar y arzobispo de
Ayacucho de 1988 a 1999). Me decían: “Es buena gente, recibe al que
quiere ser fraile”. Pero allí tengo un mal recuerdo, porque me botó,
literalmente.
Te botó porque te preguntó si al ejército entraban prostitutas.
Es
que yo tengo que contar las verdades cuando me preguntan, no podría
contar otra cosa. No le gustó lo que le dije. Además era del Opus Dei, y
yo creo que no servía para ese grupo. Luego tocamos la puerta de los
franciscanos. Ellos me preguntaron: “Dónde has estado”. Yo les dije que
en el ejército. Y ellos me respondieron: “Muy bien, necesitamos
soldados”.
¿Como misionero franciscano volviste a ver la crueldad de la guerra?
Sí.
Mucha gente venía para hablarnos. Cuando estuve en Puerto Ocopa, habían
casas de los franciscanos en las que se criaba a los niños huérfanos de
la guerra.
¿A qué nombre te sientes más cercano? ¿Al camarada Carlos, al Sargento Primero Gavilán o a Fray Lurgio?
(Se
ríe) Mis niños me dicen Lurgio. No me dicen papá. Me siento más cómodo
cuando me dicen Lurgio. O “Carlitos”, cuando me encuentro con los
exsoldados, con mis compañeros.
Es el mismo nombre que usabas en Sendero.
Ah.
Es que yo quería morir ese rato. Cuando me atraparon los soldados, me
preguntaron cómo me llamaba. Y dije: “Carlos”, pensando que allí
terminaba todo. Como escucharon ese nombre, siempre me llamaron así.
Tú querías ser enfermero, ¿por qué estudiaste antropología?
Sí,
quería estudiar enfermería. Fui monje bastante viejo. Y no sabía mucho
de estas cuestiones de ciencias sociales y antropología. Alguien me
recomendó que me inscribiera, estudié en la Universidad de Huamanga. Yo
creo que en segundo año empezó a gustarme, entender al otro, entenderme a
mí mismo.
¿Dirías que la antropología te ha ayudado a entender tu propia historia, las circunstancias en las que viviste?
Me
ayudó mucho. Creo que la antropología me ayudó mucho para ser más
libre, para estar tranquilo, fue como una catarsis. Y la escritura
también me ha servido para pensar lo que nos pasó, más allá de juzgar a
la gente y decir: “Estos son malos, yo soy el bueno”. Esa no es la tarea
del antropólogo. La tarea del antropólogo es comprender al otro, más
allá de juzgar. Para juzgar al otro tenemos a los abogados.
Empezaste a escribir tus memorias en el convento.
Sí. En una segunda etapa en el convento había mucho tiempo. Escribía para mí. Nunca escribí para que lo leyera otra gente.
¿Y la carta al teniente Shogún dónde la escribiste?
Mira,
tenía una pequeña cartita desde que él se fue, una mechita, una notita.
La tenía guardada hasta que se rompió. Después, en México (donde
estudió su maestría y su doctorado), empecé escribiendo dos hojitas. Así
las tenía. Hasta que me animó José Carlos Agüero: “Escríbele a Shogún”.
Y así empezó todo.
Dices en tu libro: “Somos los
soldados de un conflicto que pudo evitarse si el Perú no tuviera tantas
separaciones y brechas”. ¿Eso ha cambiado hoy?
Esa es
una buena pregunta que me hago también. Mira, toda la historia del
país, particularmente la de la región Ayacucho, está caracterizada por
la pobreza, la desigualdad, la violencia. Sí hemos cambiado. Hoy tenemos
carreteras, luz, pero las brechas aún son tremendas. Hay gente que vive
el día a día. Les pagan 30 soles por día. Y no saben qué pasará mañana.
Hay gente que vive en invasiones, año tras año, sin agua, sin desagüe.
Ahora eres maestro en la Universidad de Huamanga.
Sí,
aquí aprendí, me formé como antropólogo. Y ahora esto devolviendo todo
eso. Estoy compartiendo con la academia, con los alumnos, ayudando a
pensar un poquito.
Es interesante que alguien trate de
interpretar qué pasó cuando surgió el terrorismo, desde las aulas de la
Universidad de Huamanga, cuando precisamente Abimael Guzmán salió de
allí.
Sí. Yo no estaba enterado de que estudió aquí.
¿Es una presencia fuerte dentro de la universidad o nadie habla de él?
No,
nadie habla de él. Aunque hay un estigma, gente que dice que en la
universidad hay gente violenta. Pero somos gente tranquila, gente que
escribe.
¿Hay posibilidades reales de que vuelvas a ver a Shogún?
Algo
me han dicho. Aunque no sé cuántos años tendrá, quizá 50. Me basta con
que haya podido escribirle, con que alguien pueda leerme. Este libro
también está escrito para mis paisanos, para mi familia, para los
peruanos.