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viernes, 18 de febrero de 2011

Religión, Pastoral

Autor: Tomás Trigo

Fuente: www.unav.es
Tomado de: es.catholic.net
La virtud de la religión
La virtud de la religión tiene sus raíces en la sabiduría, en la humildad y en el amor

La religión es la virtud moral que inclina al hombre a dar a Dios el respeto, el honor y el culto debidos como primer principio de la creación y gobierno de todas las cosas.

1. Raíces de la virtud de la religión
La virtud de la religión tiene sus raíces en la sabiduría, en la humildad y en el amor.


Por la sabiduría, el hombre conoce y “reconoce” a Dios como creador y señor del cosmos; por la humildad, acepta el lugar que le corresponde y considera su propio ser y todas las cosas del mundo como dones recibidos del amor de Dios; en consecuencia, entiende que debe corresponder con amor, lo que implica el reconocimiento de la suprema dignidad y excelencia de Dios (culto), y la entrega total a su servicio (devoción).

Por tener su raíz en la sabiduría, la imagen que el hombre se hace de Dios tiene una importancia capital para su vida religiosa, y todo error en este aspecto se traduce en una deformación práctica de la religión.

La humildad es necesaria para que el hombre mantenga viva su conciencia creatural, cuya pérdida lo conduciría a considerarse a sí mismo como “creador”, ser autónomo y dueño absoluto del mundo, negando radicalmente su esencial dimensión religiosa. Por otra parte, la humildad y, por tanto, la perfección de la persona, crece cuanto mejor se vive la virtud de la religión: «Por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante Él, y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior» (S.Th., II-II, 81, 7c).

La respuesta adecuada al don de Dios surge del amor o, si se prefiere, de la justicia, a condición de que se entienda como la virtud que «consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que le es debido» (Catecismo de la Iglesia Católica: CEC, 1807). Ahora bien, la relación con Dios no es de igualdad, sino asimétrica: es la relación de la criatura con el Creador, de quien ha recibido gratuitamente todo lo que es y tiene. En consecuencia, debe reconocer su señorío absoluto, y, ante la imposibilidad de corresponder según estricta justicia a sus dones, debe manifestar su agradecimiento, que implica la entrega total de sí mismo. La gratitud aparece así como la respuesta adecuada, el acto religioso más perfecto.

2. La religión y las virtudes teologales

Las virtudes teologales tienen como objeto directo a Dios creído, esperado y amado; por ellas, el hombre se une íntimamente a Dios, establece un contacto directo con Él. En cambio, el objeto propio de la virtud de la religión son los medios para dar gloria a Dios: los actos internos y externos de culto (cfr. S.Th., II-II, 81, 5c).

Esta proposición se enriquece si se considera la virtud de la religión en sentido amplio, es decir, como la relación del hombre con Dios, en la medida en que responde de la manera debida a la realidad del Dios santo, que se revela al hombre, y que viene a su encuentro aquí y ahora en la Iglesia y en sus sacramentos. En tal caso, se puede decir que la virtud de la religión comprende entre sus elementos más importantes la fe, la esperanza y la caridad, y después el culto (cfr. A. Günthör, 329).

En la vida moral de la persona cristiana, las virtudes teologales son el alma de la virtud de la religión. Su raíz ya no es meramente natural, sino sobrenatural: la fe, la esperanza y la caridad son, en el cristiano, la causa de los actos propios de la religión: «Las virtudes teologales pueden imperar a la virtud de la religión, cuyos actos se ordenan a Dios. He aquí por qué S. Agustín dice que a Dios se le da culto con la fe, la esperanza y la caridad» (S.Th., II-II, 81, 5). En efecto, el culto a Dios presupone que creemos en Dios, uno y trino, principio y fin de todas las cosas, que tenemos la esperanza de que Él acepta nuestros dones, y que nuestra voluntad está conformada a la suya por la caridad.

Por la fe, la ordenación del hombre a Dios (ordo hominis ad Deum), propia de la religión, es ahora ordo filiorum, in Christo, ad Patrem, per Spiritum Sanctum. La relación con Dios del hombre redimido es la relación de un hijo en el Hijo, con su Padre, lleno del amor del Espíritu Santo. La ruptura entre la criatura y el Creador ha sido cancelada por Cristo, al convertir al hombre en hijo de Dios y miembro de su Cuerpo Místico, haciéndolo partícipe, a la vez, de su función real, profética y sacerdotal, por medio del Bautismo.

Por último, conviene tener en cuenta que se da un influjo recíproco entre la religión y las virtudes teologales. Así, la devoción es causada por la caridad, pues por amor se dispone uno a servir con prontitud a Dios; pero también la caridad se nutre de la devoción, al igual que toda amistad se conserva y crece por el intercambio de muestras de afecto y por la meditación (cfr. S.Th., II-II, 82, 2, ad 2). Leer más

viernes, 3 de diciembre de 2010

General

Autor: Jesús Martí Ballester

Fuente: Catholic.net
La virtud de la humildad
Ocurre que se da la impresión de que la virtud de la humildad ya no es de este tiempo

El alma del hombre siente una irresistible inclinación a alcanzar un elevado ideal, un algo superior y elevado, por eso el hombre aspira a grandezas. Para alcanzar ese ideal existen dos caminos, el de la soberbia, que siguieron los ángeles rebeldes, Adán, algunos filósofos paganos, y tantos y tantísimos hombres, que cayeron en un estado miserable por dejarse arrastrar por el orgullo, comidos por la ambición de elevarse sobre los demás; y el de la humildad, por el que el hombre, como María y como Cristo, es ensalzado por Dios: "Porque miró la humillación de su esclava". "Dios ensalza a los humildes y abate a los soberbios". "El que se humilla será ensalzado, el que se ensalza, será abatido"

Santo Tomás estudia la humildad en la 2-2, 161, y dice: "La humildad significa cierto laudable rebajamiento de sí mismo, por convencimiento interior". La humildad es una virtud derivada de la templanza por la que el hombre tiene facilidad para moderar el apetito desordenado de la propia excelencia, porque recibe luces para entender su pequeñez y su miseria, principalmente con relación a Dios. Por eso para santa Teresa "la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende anda en mentira".

Fundamentos

Los fundamentos de la humildad son la verdad y la justicia. La gloria de todo lo bueno que tiene el hombre, pertenece a Dios. Así dice San Bernardo: "Con un conocimiento verdaderísimo de sí el hombre se desprecia a sí mismo".

Pero la humildad no viene a negar cualidades verdaderas, sino a hacer fructificar los talentos (Mt 25, 14). Así como la fe es el fundamento positivo de la vida cristiana porque establece el contacto inicial con Dios, la humildad remueve los impedimentos de la vida divina en el hombre, que son la soberbia y la vanagloria que obstaculizan la gracia, dice Santo Tomás en la 2-2 161, 5. Por eso es el fundamento del edificio, "todo este edificio va fundamentado en humildad" nos dirá santa Teresa. La Humildad, que es el cimiento de todo el edificio, como escribió santa Teresa en las Moradas Séptimas 4, 9.

La humildad en la práctica

«Sed humildes unos con otros» (1 Pe 5). Excelente manera de practicar la humildad se nos ofrece al tener que recibir la corrección. Hay que estar abiertos a la corrección fraterna. Que se nos puedan decir nuestras faltas sin que nos enfademos ni nos defendamos, sin que tratemos de justificarnos. Agradeciendo la corrección como una colaboración que nos prestan para mejorarnos. Quien bien te quiere, llorar te hará. Pero es más fácil que busquemos la compañía de los que nos adulan con su palabra o con su silencio en el que queremos interpretar su afecto hacia nosotros, su damos la razón y su dejarnos hacer lo que nosotros pretendemos. Es bueno que nos juntemos con quienes nos puedan enseñar. Será perjudicial que no queramos más que enseñar nosotros. Porque nos cerraríamos y pronto nos quedaríamos pobres, al no ensanchar más los horizontes.

Aprender de todos y manifestar que estamos aprendiendo. Confesar que aquello no lo habíamos entendido hasta hoy. Aceptar nuestra limitación no nos humilla sino que nos ennoblece. Pocas veces se está dispuesto a querer aparecer como ignorante en una materia y es propio de almas inmaduras querer dar la impresión de que se lo saben todo, y de que aquello ellos ya lo sabían. Y con ello, la sencillez: «Llaneza, muchacho, que toda afectación es mala», dice don Quijote a Sancho. Sencillez en el hablar, sencillez en el escribir, naturalidad en el trato, como en familia, como entre hermanos educados y amantes. Leer más

viernes, 4 de septiembre de 2009

Orientación y Consejería; Persona, Familia y Relaciones Humanas


Fuente: Catholic.net


Autor: José Luis Martín Descalzo Fuente: Cristo Hoy
Aprender a equivocarse
No hay una vida sin problemas, pero lo que hay en todo hombre es capacidad para superarlos


Una de las virtudes-defecto más cuestionables es el perfeccionismo. Virtud, porque evidentemente, lo es el tender a hacer todas las cosas perfectas. Y es un defecto porque no suele contar con la realidad: que lo perfecto no existe en este mundo, que los fracasos son parte de toda la vida, que todo el que se mueve se equivoca alguna vez.

He conocido en mi vida muchos perfeccionistas. Son, desde luego, gente estupenda. Creen en el trabajo bien hecho, se entregan apasionadamente a hacer bien las cosas e incluso llegan a hacer magníficamente la mayor parte de las tareas que emprenden.

Pero son también gente un poco neurótica. Viven tensos. Se vuelven cruelmente exigentes con quienes no son como ellos. Y sufren espectacularmente cuando llega la realidad con la rebaja y ven que muchas de sus obras -a pesar de todo su interés- se quedan a mitad de camino.

Por eso me parece que una de las primeras cosas que deberían enseñarnos de niños es a equivocarnos. El error, el fallo, es parte inevitable de la condición humana. Hagamos lo que hagamos habrá siempre un coeficiente de error en nuestras obras. No se puede ser sublime a todas horas. El genio más genial pone un borrón y hasta el buen Homero dormita de vez en cuando.

Así es como, según decía Maxwel Brand. "todo niño debería crecer con convicción de que no es una tragedia ni una catástrofe cometer un error". Por eso en las persona siempre me ha interesado más el saber cómo se reponen de los fallos que el número de fallos que cometen.

Ya que el arte más difícil no es el de no caerse nunca, sino el de saber levantarse y seguir el camino emprendido.

Temo por eso la educación perfeccionista. Los niños educados para arcángeles se pegan luego unos topetazos que les dejan hundidos por largo tiempo. Y un no pequeño porcentaje de amargados de este mundo surge del clan de los educados para la perfección.

Los pedagogos dicen que por eso es preferible permitir a un niño que rompa alguna vez un plato y enseñarle luego a recoger los pedazos, porque "es mejor un plato roto que un niño roto".

Es cierto. No existen hombres que nunca hayan roto un plato. No ha nacido el genio que nunca fracase en algo. Lo que sí existe es gente que sabe sacar fuerzas de sus errores y otra gente que de sus errores sólo saca amargura y pesimismo. Y sería estupendo educar a los jóvenes en la idea de que no hay una vida sin problemas, pero lo que hay en todo hombre es capacidad para superarlos.

No vale, realmente, la pena llorar por un plato roto. Se compra otro y ya está. Lo grave es cuando por un afán de perfección imposible se rompe un corazón. Porque de esto no hay repuesto en los mercados.