martes, 16 de junio de 2009

Ciencias Sociales

El Comercio 16 de junio del 2009

Amazonía y Estado-nación
Por: José Luis Caro Álvarez*

Los lamentables sucesos de Bagua originan algunas reflexiones. Las generaciones que han protagonizado la historia de la Amazonía son conscientes de que la casi totalidad de proyectos de explotación hidrocarburífera, cauchera, minera, forestal o petrolera han traído consecuencias irreparables.

La permisividad y la ausencia del Estado promovieron durante décadas una falta de articulación legal con las actividades extractivas, lo que probablemente haya sido el obstáculo más importante de todos a la hora de viabilizar una sana relación entre las comunidades indígenas, las empresas y el propio Estado.

Las incursiones internacionales del movimiento indígena amazónico promovieron décadas atrás la dación de importantes instrumentos multinacionales, lo cual redimensionó el tema indígena en varios y significativos niveles. Pero ello no fue suficiente. A pesar de que el Convenio 169 de la OIT es ley peruana desde hace más de 15 años, nunca se creó un reglamento que lo operativice y lo difunda; se dejó el enorme peso de su difusión y prevalencia a las propias comunidades y organizaciones indígenas.

La promulgación meses atrás de un controvertido paquete legal logró criminalizar las protestas, permitió el cambio de la clasificación de las tierras por su uso cuando se trate de proyectos de interés nacional y creó la servidumbre automática, con lo que se eliminó el trato directo entre las comunidades propietarias y las empresas extractivas, amén de otros aspectos totalmente imprecisos y antitécnicos. Puso de manifiesto un discurso de enfrentamiento, resultado directo de una visión clásica que favorece los intereses corporativos y estatales, y que no promueve una relación de costo-beneficio que logre armonizar las expectativas de las partes involucradas.

Le corresponderá a este gobierno no solo explicar y converger con los comuneros y organizaciones indígenas en aquellos aspectos controversiales de los decretos derogados, sino no perder de vista a los otros agentes de descomposición amazónica, como son el narcotráfico, la minería informal, la tala ilegal y los rezagos de la subversión.

Por su lado, las organizaciones indígenas deberían advertir el oportunismo político, ya que este podría hacer pasto gratis de la confusión y asumir para sí un peligroso endose de extraviadas voluntades colectivas. En este contexto, la polarización radical, que no es sino la más potente de las drogas en el ejercicio de la política, deberá descartarse de plano a fin de conciliar rutas comunes de destino.

De manera autocrítica promulguemos leyes que se entiendan por lo que dicen y no por lo que buscan. Escuchemos a los sabios indígenas sobre sostenibilidad y ecosistemas, replanteemos el hecho de que hemos edificado una suerte de cascarón político sin percibir que existen sociedades totalmente ajenas a la mayoría de peruanos y que se mueven en otras coordenadas. Reestructuremos los métodos de difusión y consulta previa de las leyes que involucran a las comunidades indígenas, encontremos después de los sucesos en Bagua las responsabilidades penales y políticas que correspondan de ambos lados y, fundamentalmente, operativicemos una relación de costo-beneficio cuando de relaciones comunales indígenas y empresariales se trate.

¿Ante el enrostramiento de esta realidad, acaso esta no sería una ocasión inmejorable de darle paso a una noción integradora, convocante y auténtica del concepto Estado-nación en nuestro país? Si lo logramos, habremos dado algunos pasos orientados a asumir una peruanidad mejor entendida, menos ajena y más articulada.

(*) Consultor en asuntos indígenas

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