
Autor: P. Fernando Pascual Fuente: Catholic.net
Martirio, eutanasia y disponibilidad de la vida
La vida la recibimos como un don y tiene sentido sólo si la vivimos como don
Martirio, eutanasia y disponibilidad de la vida
¿Es lo mismo aceptar la muerte como mártir que pedir la eutanasia? ¿Hay semejanzas entre el gesto de un hombre que se declara cristiano y “provoca” el que le maten, y la petición de un enfermo que pide ser eliminado porque ya no soporta sus sufrimientos?
Para algunos, habría una contradicción en la Iglesia católica. Por un lado, enseña que la vida humana es indisponible, es decir, que nadie tiene el derecho de privarse de la vida, de decidir sobre ella, de provocarse la muerte con el suicidio o la eutanasia (cf. por ejemplo Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae nn. 39, 72, 76).
Por otro lado, la Iglesia exalta el gesto valiente de hombres y mujeres que, para conservar su fe y para dar testimonio público de su amor a Dios y a los hermanos, acogen (dan su disponibilidad) la muerte, incluso sin ofrecer ninguna resistencia física.
Entonces, dicen quienes denuncian la aparente contradicción, la Iglesia considera que en algunas ocasiones se puede disponer de la propia vida y en otras no, según las circunstancias. Como al mártir se le permite “disponer” de su vida (avanzar con un gesto valiente hacia los verdugos), también la Iglesia tendría que reconocer que otros seres humanos pueden “disponer” de su vida a través de un testamento vital, del suicidio asistido, de la eutanasia.
La observación anterior adolece de un error de perspectivas. Un caso es la situación del mártir, cuya vida corre peligro ante la persecución injusta que promueve un tirano o un grupo de poder contra quienes mantienen su fidelidad a Cristo. Otro caso muy diferente es el de quien, bajo la angustia de una enfermedad o de intensos dolores psicológicos, busca huir, a través de la muerte, de las circunstancias que le hacen sentir que su existencia ya no tiene ningún sentido.
Quizá alguno piense que en ambos casos es la situación la que empuja al mártir y al hombre cansado de vivir a “pedir” la muerte. En realidad, el mártir no pide la muerte, sino que se pone en pie con valentía (y desde la gracia de Dios: nadie puede ser mártir con sus solas fuerzas) ante el opresor para defender con claridad su fe, su fidelidad a Cristo y a la Iglesia.
El mártir acepta, en pocas palabras, que parte de la belleza de la vida consiste en esa libertad profunda del corazón que nos permite decir “no” a órdenes injustas y “sí” a Dios y al amor a los demás, incluso al precio de ser asesinado.
En cambio, quien pide la eutanasia, quien busca un suicidio fácil, quien prepara por escrito “voluntades anticipadas” con las que pueda asegurar su muerte en determinadas situaciones, se coloca ante la vida como quien la acepta sólo si satisface ciertos requisitos (algunos de peso, otros de poco valor), y la rechaza si no es como la querría.
Por eso, el gesto de quien pide la eutanasia no es como el del mártir (un hombre que declara su amor a Dios por encima de todo), sino como el de quien pone como referencia última de su existencia el propio proyecto personal, y así se cree con “derechos” para disponer sobre su vida o sobre su muerte.
En realidad, la vida nunca es autocreación de ningún ser humano. La recibimos como un don, y tiene sentido sólo si la vivimos como don. Por eso el gesto del mártir vale tanto: porque con sus palabras o con su silencio, con su humildad ante el tirano y con su fuerza interior indómita, grita que por encima de las leyes injustas y de la prepotencia de los opresores, existen valores perennes por los que vale la pena exponerse al peligro de un asesinato perverso. Lo cual es muy distinto de pedir una especie de suicidio asistido.
El mártir, en definitiva, es un hombre o una mujer que muestra lo más hermoso de la vida humana: la fidelidad a Dios y a la conciencia, el deseo por acoger la justicia y la verdad moral hasta las últimas consecuencias. Asume, por lo tanto, su finitud humana con la esperanza en la vida plena. No renuncia a vivir, sino que opta por vivir de la mejor manera posible, en el amor pleno a Dios y a sus hermanos.
Martirio, eutanasia y disponibilidad de la vida
La vida la recibimos como un don y tiene sentido sólo si la vivimos como don
Martirio, eutanasia y disponibilidad de la vida
¿Es lo mismo aceptar la muerte como mártir que pedir la eutanasia? ¿Hay semejanzas entre el gesto de un hombre que se declara cristiano y “provoca” el que le maten, y la petición de un enfermo que pide ser eliminado porque ya no soporta sus sufrimientos?
Para algunos, habría una contradicción en la Iglesia católica. Por un lado, enseña que la vida humana es indisponible, es decir, que nadie tiene el derecho de privarse de la vida, de decidir sobre ella, de provocarse la muerte con el suicidio o la eutanasia (cf. por ejemplo Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae nn. 39, 72, 76).
Por otro lado, la Iglesia exalta el gesto valiente de hombres y mujeres que, para conservar su fe y para dar testimonio público de su amor a Dios y a los hermanos, acogen (dan su disponibilidad) la muerte, incluso sin ofrecer ninguna resistencia física.
Entonces, dicen quienes denuncian la aparente contradicción, la Iglesia considera que en algunas ocasiones se puede disponer de la propia vida y en otras no, según las circunstancias. Como al mártir se le permite “disponer” de su vida (avanzar con un gesto valiente hacia los verdugos), también la Iglesia tendría que reconocer que otros seres humanos pueden “disponer” de su vida a través de un testamento vital, del suicidio asistido, de la eutanasia.
La observación anterior adolece de un error de perspectivas. Un caso es la situación del mártir, cuya vida corre peligro ante la persecución injusta que promueve un tirano o un grupo de poder contra quienes mantienen su fidelidad a Cristo. Otro caso muy diferente es el de quien, bajo la angustia de una enfermedad o de intensos dolores psicológicos, busca huir, a través de la muerte, de las circunstancias que le hacen sentir que su existencia ya no tiene ningún sentido.
Quizá alguno piense que en ambos casos es la situación la que empuja al mártir y al hombre cansado de vivir a “pedir” la muerte. En realidad, el mártir no pide la muerte, sino que se pone en pie con valentía (y desde la gracia de Dios: nadie puede ser mártir con sus solas fuerzas) ante el opresor para defender con claridad su fe, su fidelidad a Cristo y a la Iglesia.
El mártir acepta, en pocas palabras, que parte de la belleza de la vida consiste en esa libertad profunda del corazón que nos permite decir “no” a órdenes injustas y “sí” a Dios y al amor a los demás, incluso al precio de ser asesinado.
En cambio, quien pide la eutanasia, quien busca un suicidio fácil, quien prepara por escrito “voluntades anticipadas” con las que pueda asegurar su muerte en determinadas situaciones, se coloca ante la vida como quien la acepta sólo si satisface ciertos requisitos (algunos de peso, otros de poco valor), y la rechaza si no es como la querría.
Por eso, el gesto de quien pide la eutanasia no es como el del mártir (un hombre que declara su amor a Dios por encima de todo), sino como el de quien pone como referencia última de su existencia el propio proyecto personal, y así se cree con “derechos” para disponer sobre su vida o sobre su muerte.
En realidad, la vida nunca es autocreación de ningún ser humano. La recibimos como un don, y tiene sentido sólo si la vivimos como don. Por eso el gesto del mártir vale tanto: porque con sus palabras o con su silencio, con su humildad ante el tirano y con su fuerza interior indómita, grita que por encima de las leyes injustas y de la prepotencia de los opresores, existen valores perennes por los que vale la pena exponerse al peligro de un asesinato perverso. Lo cual es muy distinto de pedir una especie de suicidio asistido.
El mártir, en definitiva, es un hombre o una mujer que muestra lo más hermoso de la vida humana: la fidelidad a Dios y a la conciencia, el deseo por acoger la justicia y la verdad moral hasta las últimas consecuencias. Asume, por lo tanto, su finitud humana con la esperanza en la vida plena. No renuncia a vivir, sino que opta por vivir de la mejor manera posible, en el amor pleno a Dios y a sus hermanos.
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