Oda a los perdedores, por Carmen McEvoy
"A lo largo de nuestra breve existencia, los seres humanos experimentamos un sinnúmero de pérdidas irreparables".


- Carmen McEvoy
- Historiadora
El coraje para descifrar y celebrar los misterios de la vida –pese a su sentido trágico– hace de Cohen un clásico en el sentido estricto del término. Para muchos de sus seguidores, el bardo canadiense fue una suerte de profeta contemporáneo que miró cara a cara la violencia humana para explicarla sin ahorrarnos el horror y mucho menos la compasión. Sin embargo, junto a las canciones de “cuna por el sufrimiento”, las flores de piedra, los soles sin luz, las cartas marcadas de los eternos perdedores o las noches de insoportable oscuridad, Cohen rescató la fuerza curadora del amor, de la palabra y del ritual.
La primera pérdida de Cohen fue la de su padre, a los nueve años. En la última entrevista que concedió, pocos meses antes de su partida, habló de la muerte de su progenitor y del profundo impacto que ello causó en su joven existencia.
Al enterarse de la trágica noticia, el pequeño Leonard cortó un pedazo de la corbata del ser que más adoraba y la enterró con una anotación en el jardín de su casa. Desde ese momento, el “acto sacramental” y la palabra se convirtieron en el instrumento que lo ayudaría a superar con dignidad todas sus pérdidas, que fueron muchas y dolorosas.
Recuerdo vívidamente haber escuchado a Cohen mientras volaba a Lima al funeral de mi padre, y también cuando recolectaba fotos y recuerdos personales del hombre que me enseñó a amar los libros y cuyas cenizas traje conmigo a Sewanee. Recuerdo, como si fuera ayer, la depresión que se apoderó de mí por haberme perdido su último adiós y la fuerza que me dieron mis pequeños rituales personales. Entre ellos, leer las cartas que mi papá me enviaba religiosamente a San Diego-California, donde completaba mi doctorado, ver sus viejas fotografías vestido de beisbolista o recorrer con mi mano las anotaciones que hizo en uno de sus libros favoritos: “Las hojas de hierba” de Walt Whitman.
Es por mi experiencia personal con la pérdida y la depresión que discrepo con la afirmación de la señora Keiko Fujimori sobre el hecho de que la enfermedad que afecta a más de un millón de peruanos es un asunto de perdedores. Y mucho menos, como lo afirma el señor José Barba Caballero, que ese cangrejo que devora lentamente tus entrañas hasta quitarte el aire está asociado a la falta de estima personal.
A lo largo de nuestra breve existencia, los seres humanos experimentamos un sinnúmero de pérdidas irreparables, entre ellas la de la propia vida y la de los seres que más amamos. Situaciones en verdad inevitables que llevan –como fue mi caso particular– a depresiones profundas de las que es difícil escapar. Hablar, entonces, de un mundo de ganadores y perdedores, donde los últimos son estigmatizados por su fragilidad ante los desafíos de la vida es incurrir en una absoluta falta de humanidad. Es no entender lo vulnerable que somos y la enorme necesidad que tenemos de fortalecer la compasión hacia el que sufre y es incapaz de mitigar su dolor en soledad.
Enseño en una universidad donde asisten alumnos afluentes, como fue el caso de la señora Fujimori en su paso por Boston College, y siempre trato de que estos hijos e hijas del privilegio vean la historia de los ‘losers’, como se les llama a los perdedores por estos lares. Uno de los casos emblemáticos que presento es el de Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1490-1560), autor de la obra “Naufragios”. Sobreviviente de una tragedia de dimensiones épicas, Cabeza de Vaca pierde todo referente con la civilización occidental e incluso es esclavizado por los indios durante varios años. Sin embargo, en su peregrinaje sin rumbo por el sudoeste norteamericano, Cabeza de Vaca se reencuentra con su humanidad imperfecta y se redime. El conquistador, conquistado por la geografía y la contingencia, se convierte en un perdedor que, al estilo de Cohen, exhibe una grieta enorme en el alma por donde ingresa el rayo de luz de la sabiduría y el respeto por la otredad.
La política del siglo XXI requiere de asertividad, de afán de superación y de excelencia, pero sobre todo de compasión y respeto por el otro. Escuchar los gritos destemplados de la congresista Cecilia Chacón humillando sin piedad a un ministro de la república. Observar a la lideresa de su partido, cuyo padre es depresivo, afirmando que la depresión es solo para los ‘losers’ o ver al alcalde de Lima sosteniendo, en medio de las brasas ardientes de un incendio que se llevó las casas además de los recuerdos de los shipibos-konibos, que lo que se les vendió fueron falsas ilusiones muestra lo poco que hemos avanzado como sociedad. A pesar de que no llega la luz a nuestra república maltrecha, hay todavía algunas grietas que nos permiten adivinar que detrás de las carencias está el sol. No cerremos, con la soberbia y la falta de respeto, esos resquicios que nos permitirán en algún momento ver la luz en esta etapa de desaliento y confusión.
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