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viernes, 30 de septiembre de 2011

Educación por el arte






CRÓNICA. UN HEREDERO DE SABOGAL

La genialidad de Pedro Azabache

A sus 93 años, lúcido y poseedor de una sonrisa envidiable, el patriarca de la pintura trujillana habla sobre sus trabajos, la muerte, los cuadros que aún tiene por hacer y los que quizás ya no pueda concretar
Por: Renzo Guerrero De Luna Zárate
Viernes 30 de Setiembre del 2011
Avanza lento, pero seguro. Nadie lo apura. Se lo ve feliz. El que menos quiere saludarlo, estrechar esas manos prodigiosas que lo consagraron como uno de los pintores indigenistas más importantes del país. Se deja tomar fotos y sonríe como un niño. Es un día especial para el maestro Pedro Azabache. La gente que llegó hasta la Casa de la Emancipación también lo cree así: para el deleite de todos los trujillanos, al artista de 93 años le ofrecen otra vez –porque se lo merece– una nueva muestra antológica, en la que se expone, y hasta fines de octubre, lo mejor de su trabajo.
Aparece siempre elegante, con chalina y sombrero, así como en los tiempos que caminaba por las calles de Cusco junto a José Sabogal, su maestro y amigo, y quien lo consideró, por las características de su estilo colorido, por la fuerza de su cuadros, “en el postrer depositario de su confianza, esperanza y doctrina”.
Emocionado por la presencia de amigos, por ver otra vez parte de su trabajo reunido –cortesía de los propietarios–, el maestro Azabache se toma un tiempo y conversa sobre lo que ha sido su vida. Recuerda su querida campiña de Moche, el robusto y leal espino de más de 200 años que siempre pintó y los pueblos que alguna vez visitó y que tiene ganas de plasmar en cuadros.
“Puedo decir que le saqué provecho a la vida y nunca dejé de pintar”, dice con la humildad que lo caracteriza y que, sin duda, más allá de la magia de luz y color que regala en cada obra es su gran virtud.
Le parece un sueño que parte de su producción visite Washington, Sao Paulo y Buenos Aires. Sus obras harán, sostiene, lo que él no puede. “Para mí es una satisfacción ya que no he podido salir del Perú. De haberlo hecho, me hubiera gustado conocer Florencia, Roma, todos esos sitios donde los grandes maestros del renacimiento caminaron”, afirma con cierta nostalgia.
VIDA Y PINTURA
Dice que cuando le preguntan por su obra él la define como auténticamente peruana. Resaltan así sus conmovedoras procesiones, sobrecogedores nocturnos, sus impresionantes ocasos y los paisajes de los lugares que conoció y que tanto le gustó plasmar en óleos, acuarelas, tinta, pastel, grabados, témperas y otras técnicas que dominó con la misma sensibilidad.
Así, recuerda con cariño Cusco, Cajamarca, Huamachuco, Santiago de Chuco y, últimamente, Bambamarca, una ciudad a la que le debe aún algunas pinturas que no sabe si podrá culminar.
“Siempre en la vida se quedan muchas cosas por hacer. Ahora, por ejemplo, estoy pensando en muchas cosas que debí pintar y que las tengo anotadas. Ojalá me recupere pronto de estas dolencias, aunque debo admitir que el pulso no me da fuerzas para seguir trabajando como antes”, señala.
Los achaques propios de la edad lo han hecho pensar, aunque no muy a menudo, en la muerte. Afirma no haber pintado sobre ese tema, salvo aquel cuadro en el que plasmó a su padre en su ataúd. “Cuando Dios disponga tendré que morir, pero eso sí, pintaré hasta el último día de mi vida”, dice y sonríe, como para no perder la costumbre.
No tiene una obra preferida, aunque sí una que recuerda con cariño. Se trata de la que expuso en 1944 en la ya desaparecida institución Insula, en Miraflores. Un cuadro del Santo Crepúsculo que ahora se encuentra en el Museo de la Nación. Habla de él como si lo estuviera observando. Así de intenso. Se le podría dar un pincel para que lo pintara, otra vez.
Eso extraña, el maestro ahora que no pinta tan seguido. Dice que en esos tiempos de ocio, no puede alejarse de sus azules amarillos, de sus verdes, por lo que sigue pintando en su memoria.
“Cuando no pinto estoy pensando en los temas que debo pintar. Como si estuviera bien, me veo resolviendo mis cuadros…”, repite y guarda silencio. A su lado está María, quien lo llama Papito. Ella es su interlocutora. El maestro ya no escucha bien, aunque está muy lúcido.
Ya es casi hora de volver. Es jueves y es mediodía. Más tarde puede hacer frío. Sentado sobre su silla de ruedas, muy elegante él, se despide. Gilbert Tarazona, su amigo y más grande admirador, quien organiza la espectacular muestra, lo acompaña. Alguien no duda en gritar: “Ahí va el Van Gogh de Moche”. Como diría Tarazona, faltaría agregar: “Allá se marcha un hombre de convicciones, honesto de pensamiento y acciones… el patriarca de la pintura trujillana”.